ROALD DAHL O LA SELECCIÓN NATURAL DE LA CENSURA

 

Roald Dahl, fotografiado en 1982 por Hans van Dijk. (CC BY-SA 3.0)

 

La censura no deja de ser la hermana pequeña de la cultura, y es, también, una respuesta natural en las civilizaciones, como lo son la empatía o el compromiso.

Digo esto porque leo las últimas noticias que nos llegan desde Reino Unido —sí, esa estrella de cuatro puntas herida por sí misma—, sobre la reescritura en próximas ediciones de la obra de Roald Dahl, con el fin de que no resulte ofensiva para ciertas sensibilidades y colectivos.

Lo cierto es que estamos ante un ejercicio propagandístico de la literatura anglosajona, puesto que esta decisión de la editorial y de los herederos del autor es un combo perfecto de capitalismo literario y de reivindicación visionaria de otro de sus escritores: George Orwell.

En efecto, Orwell escribió y describió la selección natural de la censura. Atrás quedaron las ejecuciones de los autores, las hogueras de libros, las prisiones personalizadas y, en los últimos años, el descrédito de la educación y de la cultura, en favor de una banalización sistemática de la ignorancia.

Estamos ante un nuevo ciclo evolutivo de los censores contemporáneos. Les toca reescribir como Winston Smith volcaba los textos a la neolengua; es el tiempo de actualizar las opiniones, las descripciones y los adjetivos con la ayuda de una IA; ha llegado la hora de meter más adentro aún el puñal de la humillación, y no solo terminar de un plumazo con la democratización de la Historia y la Literatura —el rodillo de la moral actual sobre la moral de ayer—, sino de acabar de una vez por todas con el largo debate del autor y su obra, porque la obra es tan nuestra como de cualquiera, incluso de este, y entonces podemos leerla, transformarla, borrarla y reescribirla tantas veces como queramos.

Hay dos preguntas que deberíamos hacernos. La primera: ¿Por qué solo a Roald Dahl? Reconozco que aún es pronto para responderla, y a lo mejor esto se convierte en una moda. Una moda que vuelve, por cierto, porque siempre han existido las adaptaciones —Walt Disney es el patrón de las historias dulcificadas, aunque también tenemos las distintas versiones del Fausto o del Don Juan, sin contar con que todo viaje es una odisea—. Entonces, ¿por qué causa tanto revuelo esto ahora? En mi opinión, porque nunca, al menos de una manera tan clara, se ha querido eliminar el rastro de la obra original en favor de su adaptación. Aquí está el peligro.

La segunda pregunta es una ristra de tristezas: ¿en qué queda ese último gran reducto de la libertad que es la literatura? ¿Reivindicaremos dentro de unos años la labor encomiable de no asustar a los lectores? ¿Ha poseído un doppelgänger de Pierre Menard al mundo literario? Veremos. La censura, que es el brazo secreto del sistema, siempre acompañará a la creación humana. Es nuestro deber, el de los creadores, actualizar nuestras alertas, reivindicar el margen como espacio libre del color rojo, alzar la voz cuando una barbaridad sea cometida contra uno de los nuestros, estemos de acuerdo con él o no, nos guste o no, viva o no, y para siempre.

Siendo positivos, imagino un boom sin precedentes en la ecdótica, y la creación de agencias de detectives literarios en el futuro para descubrir la vieja y única y abandonada copia del original de Matilda, que reaparecerá como si La Corporación de Fernando Marías realmente existiera, y entonces lo literario sería la vida, y esa sería la única justicia poética que obtendríamos en ese asco de mundo.

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