ENTRAR, SALIR, VOLVER. UNA LECTURA DE EL HABITÁCULO, DE LLUNA VICENS
ahí está la pared, que separa tu vida y la mía
Bambino
Advierte Guillermo Orsi en el prólogo de El habitáculo que «las palabras con las que intentamos comunicarnos están mutando», y es cierto, porque estamos hechos de lenguaje. El nuevo libro de Lluna Vicens (Barcelona, 1969) es un ejemplo de cómo nuestra expresión camina como un fuego a nuestro lado, y su piel es marcada igual que la nuestra. Demuestra también este libro que la autoficción ha sido territorio de mujeres, no en un sentido excluyente, sino en cuanto a único reducto de libertad literaria en estos géneros privados, en esta «escritura de la necesidad».
Vicens se aborda a sí misma desde la terapia de pronunciarse, de erigirse nuevamente como un ser literario, que diría Annie Ernaux, sabiendo que conlleva asumir plenamente la responsabilidad del desenlace. Son este diario y estas cartas un libro con vientos en cada esquina, como si el otoño se hubiera colado dentro de él y hubiera removido los días y las noches, la realidad y la literatura, la cabeza y el corazón. Tenemos la palabra referencial de Cortázar y Woolf, los teclados excelentes de Tiersen y Bach, el cine europeo de Kieslowski o Bergman; en todo hay una acrobacia reflexiva, un encanto lírico que nos hace volver.
Pero también El habitáculo es un trampantojo anunciado. El libro comienza así: «No soy yo la que escribe». Vicens no quiere retar a nadie: quiere lectores, acompañantes. (¡Olvídense de Magritte!). Habitan con ella la autopercepción tras el trauma, el deseo, la confesionalidad que la conecta con compañeras de distintos tiempos (Santa Teresa, Marguerite Duras, Marta Sanz); Vicens sabe que la belleza duele, como el éxtasis abrasa, y que saberse viva es reconocer lo que todavía nos persigue en el fondo de nosotros mismos. Lo primero, el estigma de la veracidad:
¿Me estaré mintiendo en este ejercicio diario de la escritura? (p. 30)
¿Podemos ser realmente sinceros con nosotros mismos? ¿Qué papel juega la propia palabra, la mismísima confusión de nuestros sentimientos? No lo sabemos, y Lluna asume esa incertidumbre. Escribe reviviendo, como si acabara de vivir y el instante pasado estuviera aún caliente, y no se hubiera convertido todavía en recuerdo.
Otro aspecto que me llamó la atención del libro fue la relación artística que mantienen, como una correspondencia entre Picasso y Matisse, el espacio y el color. Los azules, los rojos. Todo es intenso: hasta el gris. Leer a Vicens nos convierte en espectadores que llegaron tarde a una tragedia, que oyen campanas y se santiguan por si acaso; que ven las consecuencias e imaginan las causas. Ese es el don de El habitáculo: ofrecer a cada uno de nosotros una génesis, una interpretación de su construcción, para nada simplista: Lluna se divide como células de un cuerpo que germina, en donde autora, narradora y habitáculo son una trinidad, reposo del mundo y sala de torturas. Vicens hace suya la memoria sentimental de Occidente y la desmenuza, como si alimentara con ella su espacio propio, y funciona porque nos sentimos cómplices, como si fuésemos una grieta de la pared a la que le habla, la misma pared que Vencejo Ediciones ha derribado (con ilustraciones preciosas de Ana González y Tony García) para que podamos entablar conversación y ensanchar el habitáculo juntos.