NARRAR EL HORROR. SOBRE LA BALA QUE LLEVO ADENTRO, DE GUSTAVO ABREVAYA

ABREVAYA, Gustavo, La bala que llevo adentro, Madrid, Vencejo Ediciones, 2022

el mundo ardía y todos iban a morir

los muertos

Muertos, quién los quiere. Se tienen como el miedo, como a las madres, la misma eme para todo. Gustavo Abrevaya escribe la palabra muerto y el salón empieza a oler a cadáver, con su azul canéfora, bullir hinchado de secobarbital, de pesadillas, de asco puro. El asco, el asco y el horror que inundan el mundo, con eme de muerte.

Gustavo Abrevaya ha escrito La bala que llevo adentro, y esa es una fantástica noticia para el género negro en español: me apuesto la piel a tiras de mi mano izquierda a que merece todos los premios que existen en el país, porque todo el que se asoma a su novela sabe que algunos libros no se van de uno y este es uno de ellos. Si bien David Llorente sembró nuevos resortes en el género con Te quiero porque me das de comer, Abrevaya lo refunda. En ambos existe la urgencia estilística de la violencia, la adrenalina de los corazones que saben que en cualquier momento pueden pararse, la simultaneidad que te empuja hacia adelante como un preso ante la silla eléctrica. Eso es el estilo de Abrevaya: electricidad. Más bien, su ausencia. Sí, eso es: apagar la luz y reconocer lo que antes no estaba a la vista. La bala que llevo adentro es cavar un pozo hasta el origen del mal: la sistematización del genocidio, los territorios del asombro sobre los que Gelman se preguntaba quién podría describirlos. Abrevaya llega hasta las mismas entrañas de la tierra para rescatar la idea de que la literatura significa también transformar, estallar el lenguaje, y por eso este libro tiene una riqueza y un oído realmaravillosos con aires de lunfardo, de vesre, de (para esta orilla) americanismo vivísimo y renovador.

los desaparecidos

Desaparece Rocío, aparece el Pardo Bazán, desaparecen las lentes del Gato, aparecen los milicos, desaparece el ispa. La novela es como abrir puertas dentro de un sueño: no sabes cómo que te atrapa, comoquesetepeganlosojosalaspalabras, y la música, viste, con ecos de Pappo, Spinetta y cumparsitas, de una cadencia en la que cada coma parece una gambeta de Kempes. Aparece una argentinidad clásica que recupera y resitúa sus propios pilares para que no nos demos cuenta de lo que falta en el cuadro, que no es sino la propia Argentina. ¿Dónde está? A día de hoy parte de ella sigue ausente, y es en estos años cuando se le pierde la pista. Esta es una novela de personajes que refuerzan los huecos del plano (como el pulso cinematográfico de László Nemes), el silencio de todos los caídos en combate, de las escenas del crimen preparadas, de los tiroteos programados, el caos y el infierno infalible que son las putas dictaduras. En ese invierno moral convive la novela social de los españoles, la novela policial que se da vuelta como el neonoir fílmico, la tradición literaria argentina y la novela de terror, pero no un terror gótico como Mariana Enríquez, sino un terror físico como María Fernanda Ampuero, el mismo latigazo de pánico que provoca una sonrisa sardónica cuando la tienes delante y es real y sabes que algo no va bien. Ese estado de alerta constante es el ambiente que respiran sus personajes, y así consigue Abrevaya viciar de fantasmas las páginas del libro, con su Carolina Cruz peligrosa como una Uzi, con sus piezas alumbradas con arañas tenebrarias, con su café y aspirinas para desayunar. Aparece el subinspector que busca y remonta los hechos como el protagonista de Los pasos perdidos, sin saber que no quiere encontrar lo que anda buscando. Y aparecen los problemas, y desaparece la humanidad.

las bombas

Pero La bala que llevo adentro tiene algo más que trama y estilo: tiene rastro. Lo deja oliscar a medias, como los asesinos seriales que en el fondo son excelentes jugadores de mesa; leemos, nos cala algo, quizá, no, será otra cosa; de lejos en la lectura ya suena el tambor crepuscular de Nic Pizzolatto, y en el murmullo de autos como riachuelos negros vemos el espectro de los peregrinos en la Santa Teresa de Bolaño; asistimos al coronel en su selva oscura, acompañamos a los asesinos redentores como estrellas distantes; y esa grotesca decoración asfixiante sabatiana, entre el informe de ciegos y el de la CONADEP, que ceba el mate hecho con ceniza judía, morocha, marxista, federal, inocente. La bala que llevo adentro no deja atrás la repujada Santamaría de Onetti ni las embrutecidas cuadras de Echeverría o Arlt, sino que más bien pone papel cebolla sobre sus mapas y rediseña una ciudad donde los diarieros se esconden bajo los camiones cuando oyen llegar a la muerte con sus pasos de elefante. Abrevaya es, entonces, autor reconvertido en cronista de lo que los lazarillos del horror le muestran a su detective, que ha leído a Chandler y que sabe que tras matar a alguien uno pone el piloto automático para limpiar las rayban y que hay rumores de que el infierno existe en las afueras mismas de la capital.

Se inscribe Abrevaya en esa categoría de autores que monitorizan la eficacia del ser humano para atormentarse, en la línea de, por ejemplo, Nona Fernández o Balam Rodrigo, que atraviesan el pecho de sus lectores testimoniando la barbarie. Buenos Aires es un círculo dantesco, y esta es una novela en la que, «a pesar de los muertos, los desaparecidos, a pesar de las bombas, la vida continuaba». La misma eme de muerte, de miedo, de madre, de mundo, sirve para este libro: magnífico.

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