PÁNICO MUTIS. SOBRE GODOT: PRÍNCIPE DE DINAMARCA, DE DAVID LLORENTE

 

LLORENTE, David. Godot: príncipe de Dinamarca. Madrid. Black&Noir Ediciones. 2017.

 

A quienes no conocen Black & Noir Ediciones, podríamos decirles que publica género negro por entregas, que únicamente se puede leer en teléfonos móviles y que hace las delicias de lectores y estudiosos con entrevistas, escenarios, textos inéditos y otros detalles y formatos de los autores y las obras que editan. Estoy seguro de que el tiempo demostrará la influencia y los aplausos que le corresponden a una revolución del sector editorial tan determinante.

Pero yo estoy escribiendo esto por otros aplausos.

7) Los aplausos ininterrumpidos del público hicieron que los actores entraran y salieran más de quince veces. Era algo que no se había visto jamás en un teatro, o al menos nunca en ese teatro. Fue entonces cuando empezaron a pensar que a lo mejor lo que el público estaba pidiendo era otra cosa.

Godot: Príncipe de Dinamarca es la nueva novela de David Llorente (1973), el escritor que hizo historia en el género negro nacional al ganar el Memorial Silverio Cañada y el Dashiell Hammett con dos obras consecutivas (Te quiero porque me das de comer y Madrid:frontera). Podríamos decirles mucho de David Llorente, pero es mejor que lo lean. Pueden empezar, por ejemplo, por la obra de la que hoy hablamos, publicada por Black & Noir.

UNA CUESTIÓN TEATRAL

«Lo mío es pura novela, pero no me puedo desvincular tampoco del teatro»


Godot: Príncipe de Dinamarca (en adelante, Godot) es una novela sobre un dramaturgo tras el éxito de su última obra, cuyo título es homónimo de la novela. [Incidamos un poco más:] La nueva propuesta de David Llorente supone una comunión entre su faceta como novelista y como dramaturgo. [Profundicemos:] En los últimos quince años, David Llorente ha publicado más obras de teatro que novelas, recorriendo parte de Europa con sus representaciones y cosechando un éxito que ahora empieza a florecer en España. [Pongamos un «sin embargo»:] Sin embargo, la novela es una pulsión demasiado poderosa.

Es Godot hija legítima de Llorente en cuanto al núcleo temático de la obra: la huida. La narrativa desbordante y precipitada, propia del estilo llorentiano, tiene en esta nueva novela un ritmo más pausado, más paladeante y reflexivo; no elude aun así que nos caigamos en la marmita de la amenidad, ni evita dar forma precisa a la necesidad del autor por escapar de las consecuencias de su éxito. Porque no es el éxito lo que rehúye el autor de teatro que nos presenta Llorente, sino la primera consecuencia que lo afecta como individuo libre: salir a saludar al público (en los detalles se esconde el diablo). Es el teatro un mundo de compromiso, de costumbre y de superstición; ¿puede un autor comprometerse únicamente con la escritura del drama? ¿Puede un autor violar la convención y no salir a saludar? ¿Acaso puede creer que es verdaderamente libre? Da comienzo así un recorrer de pasillos, un soslayo de puertas y ventanas cerradas que superan la comprensión y el ánimo del dramaturgo.

No por ser la más teatral de sus obras los juegos referenciales han de ser puramente dramáticos. A ningún lector de la novela se le escapa Camus o Kafka (son los fantasmas obvios); aceptamos maravillados la ofrenda a Kenzaburō Ōe y a Jorge Luis Borges, y no podemos sino sonreír cuando descubrimos una herencia de Bohumil Hrabal en la composición de los personajes, el guiño quevedesco, la ráfaga de sombras en las que reconocemos a Nabokov, Sabina o Kadaré, etcétera. Pero, por ser la dramaturgia la más viva expresión literaria, el verbo hecho carne y solamente presente, hay una presencia física imponente con nombre de Shakespeare y de Beckett, y hay un ambiente irrespirable a teatro del absurdo, con escenas que remiten al teatro pánico.

No subestiman los conocedores de la trayectoria de Llorente los pespuntes que hilvanan esta con el resto de su obra narrativa, especialmente en fondo y forma con De la mano del hermano muerto, aunque, si bien en esta última hay un proceso autodestructivo del individuo, en Godot somos espectadores de una censura colectiva de la libertad del artista. Mucho se ha escrito de la interpretación que debe hacerse de una obra de arte; muchos ejemplos tenemos en la conciencia social de polémicas, controversias, denuncias y consecuencias que los autores han vivido a lo largo de los siglos. En este sentido, considero que Godot llega en el mejor de los momentos, que es el peor de los tiempos posibles: la vulneración de los derechos ciudadanos de pensar, expresar y crear libremente. La denuncia social a la que nos tiene habituados el escritor pone el foco en el ser creativo, perpetuando una corriente no tan prolija de obras que señalan culpables y cómplices en lectores, público, reseñadores, críticos, intelectuales, censores y políticos (Las brujas de Salem, de Arthur Miller; La mano, de Jiří Trnka; etc.); todos cimentan y fomentan un trabajo de ideologización sobre la obra, cuyo modelaje deriva en el control o en la destrucción del artista.

ASTERIÓN TRAS EL TELÓN DE ACERO

El autor enfrentado al estruendo del aplauso, a la coacción del público, huye y recorre el teatro, y en su lucha por escapar de esa hermenéutica totalitaria despliega el escritor la condición humana (no podemos ignorar el gran humorista de lo cotidiano que es David Llorente, como no podemos ser indiferentes al lirismo y a las emotivas derrotas de algunos pasajes). El lenguaje, reflejo de nuestro pensamiento, no nos salva de lo que aparentamos ignorar de nosotros mismos, y por eso creemos ser otros en los espejos o en los actos espontáneos o en los personajes que un dramaturgo ha creado a lo largo de su carrera; carrera que ya no le pertenece, pero que sigue siendo parte de él. El autor reniega de su condición de engranaje: tras de sí queda el público y su eco de manos, como lejanísimas nos parecen todas las palabras de narcisismo y vanidad que en algunos rincones del teatro pronunció. El autor se intuye atrapado en esa nueva identidad, realidad oculta tras la metáfora del aplauso: es a él como revulsivo de una época a quien agradecen, a quien recordarán. El autor solo puede agotarse recorriendo el teatro que es su laberinto, esperando una respuesta como el minotauro espera la muerte, hasta que la disforia remita y solamente sea un personaje más al que han quemado el traje y quitado el nombre. Porque lo que no ha comprendido el autor es que esa masa de coreutas aplaudidores estaba advirtiéndole, que su catarsis no le ha esperado, que su daga en la cortina no ha herido sino a su doppelgänger y que sus soberbios cojones de dramaturgo ahora deben reposar en los anaqueles polvorientos de la literatura como en los desayunos deshumanizados de Švankmajer, como los cuernos inexistentes de Ionesco, como el aprendizaje macabro de Kantor.


Godot: Príncipe de Dinamarca desenvaina el estilete de la tortura del espíritu y aclara las aguas enturbiadas de la sociedad con la sangre de los creadores. Quizá no sea la obra que los circuitos del género negro esperarían de David Llorente, pero es lo que los lectores buscamos en él: ese imprevisible modo de llegar a la última página y hacernos sentir culpables de disfrutar tanto, conocedores, un poco más, de nuestro silente poder de aniquilación.

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EL PELIGRO DE LA IDENTIDAD