DEJAR CONSTANCIA. SOBRE IKIRU, DE CAROLINA SARMIENTO
Como la felicidad, vivir siempre nos ha venido grande. Alcanzar a comprender, abarcar todas las posibilidades, derribar los prejuicios positivos: no hay manera. Entonces, solo nos queda conocer nuestros límites y conformarnos con buscarla (la felicidad) o con aprender a transcurrirla (la vida), y del mismo modo que nuestra forma más cercana a ser felices es estar alegres —algo parecido contó Manuel Vilas—, la forma más próxima a vivir es la escritura. La prueba de esto último la encontré en Ikiru, de Carolina Sarmiento, a la que conozco indirectamente y he leído por vez primera, encontrando inquietudes en su libro que también son mías.
Soy un bosque
amarrado al mar
Ikiru me ha llevado a muchos lugares. Todo en él es intertextualidad: cine, fotografía, biografía, ilustración, otros libros y géneros. Hasta en su título hay un intercambio idiomático. Quizá el palimpsesto más notorio nos lleve a Kurosawa, a ese canto blanquinegro como las alas de una abubilla que esconde dentro de sí el absurdo al que nos abocamos. La muerte respondiendo al consumido Iván Ilich se parece un poco a esta narradora de lirismos agotados de esperar. Sarmiento da cuenta de una procesión de instantes, como si volcáramos sobre la mesa un sobre de negativos; breve es el marco para sembrar la imagen, sus pequeñas escenas, los tinos de un asombro atroz que observamos desde dentro, saltándonos los rostros fijos, los silencios incómodos, lo cotidiano de aburrirse y no querer detenerse por miedo a dejarse llevar por algo propio que nos reclama. Las ilustraciones de Carlos Rivaherrera, entonces, no solo acompañan y cromatizan los suspiros de vida que Sarmiento radiografía; estas convierten el libro en un díptico, con una arteria que les une las creatividades. Se suceden los poemas como notas al pie del día de cada lector, como una documentación transitoria de algo que echamos en falta y no acertamos a definir. Y entre las metáforas potentes y los versos lapidarios, esa sensación universal de alteridad cuando se es consciente de no cumplir con la vida idealizada, esa naturaleza desbordándose por la piel de los cuerpos sutiles y llenando los tarros de legumbres, los pasillos lejanos de Pizarnik y Alberti, el quiasmo perpetuo entre el aire y el mar; porque, aunque en estos poemas-fotografía no exista el tiempo, algún día / la nada, y entonces sabremos a qué lado de nosotros mismos querremos situarnos.
Son lindos los libros que exigen una lectura confesional, abrirse las costillas como quien prepara un cepo y dejar que las palabras se columpien en el diafragma y adormezcan el estómago y se enquisten en la tráquea, y en algún momento alguna de ellas clave el remate de una consonante en el corazón y este se desinfle de todo lo importante y transparente que contiene, que se vacíe de vacío y uno se sienta determinante o triste ante el resto de cosas que deba hacer después de leerlos. Así es Ikiru.