REGRESO A LA PRIMAVERA. SOBRE ROJA CAPERUCITA, DE SÉPTIMO MIAU

LLORENTE, David. Roja Caperucita. Madrid. Ediciones Antígona. 2015

La mañana del día en que Séptimo Miau (la compañía teatral de David Llorente) iba a golpearme, decidí recorrer las salas del Prado, pasear por la cara interior de las viejas murallas hasta hacerme cruces, tomar cafés en tazas verdes sentado en mesitas de madera; necesitaba elevación, sosiego, antes de ver Roja Caperucita.

El Umbral de Primavera parecía el sitio perfecto para morir esperando. El nombre empapaba de purgatorio todas las cervezas, todas las conversaciones; se respiraba un amor a la despreocupación familiarmente necesario. Solo una puerta, al fondo, intuía lo que había de venir a sacarnos de nuestra ingravidez.

Había tantas sillas como personas dispuestas a dejarse torturar. Todos habíamos oído hablar de Caperucita ―las viejas historias siempre encuentran un modo de renovarse―: sentados a oscuras, todos los desconocidos de la sala adivinábamos parte de lo que íbamos a ver, y parecíamos tener parte de razón; pero tal vez la titubeante mano derecha del piano, tal vez las hojas secas como corazones, buscando con sus puntas de uña encarnada el nuestro, nos alejaron de nuestro prejuicio.

Nos adentraron en el bosque.

No es fácil acometer el laberinto siguiendo un hilo con la intención de cortarlo al llegar a la madeja y dejarla desnuda. Tampoco lo es coger tu cuerpo cotidiano y transformarlo en un arco. No es ni de lejos sencillo escribir una palabra en un cuaderno un día cualquiera y que esa palabra, tiempo después, siembre una duda razonable en la cabeza del espectador, el mismo que contempla con otros ojos la luna como el Calígula de Camus, que entra con otros pies en nuevos territorios como años atrás hicieron Lyman Frank Baum o Michael Ende, y que siente con otro corazón la estela premonitoria de García Márquez, la bestialidad connotada de Ionesco, la aniquilación emocional de la dramaturgia norteamericana. Roja Caperucita es la vindicación de nuestro otro lado, la urdimbre totalitaria de lo que no estamos dispuestos a admitir. Caminamos entre cubos / entre árboles cortados / entre lápidas; el trono del bosque se compone de cadáveres, y ya no es trono sino espejo histórico. Es imposible salvar a nuestro icono de la niñez de este memorial de la destrucción.

 
 

El aplauso encendió la luz. Actrices y actores se dieron las manos y recibieron las ráfagas con reverencias, sin telón.

De vuelta al purgatorio, las manos antes unísonas felicitaban, pedían bebidas, palmeaban, guardaban silencio en los gabanes. Llevaban ya la pesada carga del minimalismo escénico (Josef Červený), de la literatura masticada (David Llorente), del karmático dramatis personae (Sherezade Atiénzar, María Bellver, Elena Kovasi, Laura Leal, Lázaro Mur, Ramón Nausía, Val Núñez), del dèjà vu de Lars von Trier a menos de dos metros, de los atavismos enquistados en la tripa, de la inflexión vocal del Lobo, de la sed de Caperucita, del regalo dramático de Liendres, de la descomposición salvaje de todo lo que un día pudo considerarse ficción, sueño e infancia. Regresamos a la primavera de un mundo arrasado, preguntándonos qué era lo que enseñaba la historia clásica y qué enseñaba esta nueva visita, en qué momento el público debía sentirse estereotipadamente catartizado y, qué coño, con quién debíamos identificarnos cualquiera de los que habíamos estado allí dentro. ¿Con los dictadores? ¿Con los temerosos? ¿Con los ausentes? ¿Con los lenguaraces? ¿Con los monstruos?

Salimos a la noche de Lavapiés con la sonrisa de la aprobación y los murmullos encendidos, sin percibir que en Madrid ya no había árboles donde ahorcarse ni pájaros a los que acudir. Y cuando creíamos no ser observados, algo dentro de nosotros comenzó a gritar.

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